Autor: Sealtiel Enciso Pérez
Los jesuitas fue la orden religiosa comisionada por el
Imperio Español para la conquista de las regiones del Noroeste Novohispano. A
través de una documento firmado por el Virrey José Sarmiento y Valladares el 6
de febrero de 1697 se autoriza a los ignacianos para que pasen el Mar Bermejo y
establezcan un asentamiento permanente a la hasta ese momento inexpugnable
California. Fue así como 8 meses después, Juan María de Salvatierra tras un peligroso viaje funda el pueblo de
Loreto en estas tierras peninsulares. Durante casi 70 años permanecerían en
este rincón abandonado de la Nueva España hasta que fueron ignominiosamente
expulsados no solamente de este sitio sino de todas las posesiones españolas.
Aquí describiremos brevemente los hechos acontecidos desde las últimas horas
que estuvieron en el puerto de Loreto antes de partir para siempre de esta
tierra a la que tanto habían dado y, hasta llegar a su destino final, España.
El día 3 de febrero de 1768 todos los sacerdotes jesuitas que
se encontraban en estas tierras de la California, quince en total, habían sido
reunidos en el puerto de Loreto. En la mañana se le permitió al sacerdote Jorge
Retz que celebrara una misa para pedir la protección de los peligros que
cursarían en el viaje que se emprendería pero también para encomendar a todos
los conversos que quedaban en estar tierras. El encargado de dar la prédica en
la misa fue el sacerdote Juan Díez, mexicano. El resto del día se dedicaron a
preparar las pocas cosas que les permitieron llevar como parte de su equipaje y
a consolar a los catecúmenos que se acercaban a ellos.
El gobernador Gaspar de Portolá ideó el plan de embarcar a
los sacerdotes por la noche con el fin de
evitar aglomeraciones y que en un momento dado los catecúmenos planearan
liberarlos, sin embargo esto fue en vano. En cuanto los sacerdotes pusieron un
pie fuera de la habitación donde estaban confinados, la multitud, integrada por
naturales y los mismos españoles que habitaban el lugar, se abalanzaron hacia
ellos abrazándolos, besándolos e incluso muchos de ellos se arrodillaban y
ponían sus brazos en cruz clamando porque les fueran perdonados sus pecados.
Los menos, entre lágrimas los abrazaban y les deseaban un buen viaje. Era un
espectáculo lastimero y conmovedor. Se dice que incluso el mismo gobernador
Portolá al ver estas muestras de afecto sincero no pudo contener las lágrimas.
A pesar de que había sido comisionado por el Marqués José de Gálvez para actuar
con dureza en contra de los jesuitas, no sólo no desobedeció estas órdenes sino
que los trató de la mejor manera posible, prohibiendo a sus soldados hacer
cualquier acto de crueldad o falta de respeto contra los clérigos. Los proveyó
generosamente de todo lo que necesitarían durante el largo y pesado viaje hasta
el puerto de Veracruz en donde serían embarcados rumbo al destierro.
Se dice que durante el camino hacia la playa se escuchó decir
a uno de los sacerdotes la siguiente frase: “¡Adiós, pues, querida California!,
¡adiós, queridísimos indios! No nos separamos de vosotros voluntariamente, sino
por decisión superior. Aunque físicamente estemos distantes, sin embargo os
llevamos impresos dentro de nuestros corazones y ni el paso del tiempo, ni el
olvido, ni incluso la misma muerte podrán nunca borraros. Dejad de llorar y de
lamentaros; no sirve para nada. No estéis tristes por nosotros, pues marchamos
alegres, porque hemos sido considerados dignos de sufrir persecución en el
nombre de Jesús. Os hemos ayudado todo lo que nos permitió la divina
Providencia y os hemos conducido al camino de la vida eterna”. Otros sacerdotes
no dejaban de rezar las Letanías a la Virgen de Loreto hasta que ya cerca de la
media noche fueron embarcados esperando el alba para partir del lugar.
A la mañana siguiente, el 4 de febrero, el mar se mantuvo en
calma y debido a la ausencia de viento la nave tuvo que permanecer estacionada
frente al puerto en espera de partir. Afortunadamente para los hacinados
jesuitas, el día 5 de febrero sopló un viento muy fuerte por lo que por fin
pudieron partir hacia el puerto de Matanchel al cual llegaron en 4 días. Una
vez que atracaron y después de haber tomado sus alimentos, se acercó una barca
con algunos soldados los cuales tenían órdenes de sustituir a la tripulación
que condujo el barco hasta ese punto, tal vez por temor a que coludidos con los
padres les permitieran huir, y posteriormente los llevaron al puerto de San
Blas. En este sitio pasaron la noche, a la intemperie y sufriendo la plaga de
zancudos, escorpiones y las temibles “niguas” que tanto daño causaban a los
habitantes del paraje. En este sitio permanecieron por 4 días.
Prosiguieron su viaje hacia la ciudad de Tepic. En el
trayecto la mayoría de los sacerdotes se enfermaron de infecciones en el
estómago. Durante el día sufrían de largas jornadas de caminata en donde sólo
se les ofrecía un poco de agua y al anochecer una comida mal preparada e
insípida. Se les prohibía conversar con las personas con las que se toparan y
en general sufrieron muchas ofensas y maltratos de parte de los soldados que
los conducían. Posteriormente prosiguieron su marcha a Guadalajara sin embargo
no se les permitió entrar a este sitio sino que se les hospedó en una finca
cercana a ella. En ese sitio estuvieron por 4 días. Antes de partir del lugar
celebraron una Misa y la dedicaron a Nuestra Señora de Guadalupe. Al finalizar
partieron hacia la ciudad de México.
Pasaron por el poblado de Guanajuato en donde descansaron por
espacio de tres días. Posteriormente emprendieron la marcha hacia la capital
del virreinato sin embargo no se les dejó ingresar sino que se les desvió hacia
el pueblo de Cuautitlán en donde estuvieron por 4 días recuperándose de
enfermedades y el cansancio. Fue entonces cuando llegaron varias carretas y se
permitió que el resto del viaje, hasta la ciudad de Veracruz, se realizara en
este medio de transporte. Finalmente el 25 de marzo llegaron al lugar tan
esperado. Habían transcurrido 44 días de espantoso viaje en donde todos habían enfermado,
incluso varios de ellos de gravedad, pero afortunadamente y pese a los malos
tratos y sufrimiento que les dieron sus celadores, lograron llegar vivos a este
nuevo sitio.
En la ciudad de Veracruz fueron hospedados en el convento de
los Franciscanos. Los sacerdotes fueron divididos en grupos y recluidos en
celdas. Se hizo una revisión de sus equipajes para verificar que no guardaran
objetos de valor o dinero y les fueron confiscados varios libros y documentos,
incluso aquellos que en un principio se les había permitido llevar con ellos.
El día 13 de abril fueron conducidos a la costa para embarcarlos hacia el
puerto de la Habana en la isla de Cuba. El barco que los llevó hacia esta isla
se llamaba “Santa Ana”, una vez que llegaron a Cuba fue sometido a revisión y
se encontró que se encontraba podrido de la quilla por lo que se consideró como
un milagro que no hubieran naufragado en la travesía. Durante el viaje se les
dio de beber agua sucia y pestilente así como pan y carne con gusanos. Fue todo
un calvario el que sufrieron en el trayecto.
El día 5 de mayo llegaron al puerto de la Habana donde fueron
recibidos por el gobernador Francisco Antonio Bucareli y Ursúa. Posteriormente
todos los sacerdotes fueron conducidos a la Hacienda Virgen del Rey en donde se
les dividió en varias celdas. Durante los días que permanecieron en el sitio
fueron sometidos a un control riguroso de tal forma que se les impedía estar
más de dos de ellos en un espacio y cuando algún sirviente les llevaba comida o
agua era obligado a desnudarse para que los soldados verificaran que no llevaba
mensajes ocultos entre su ropa. Se les sometió a una nueva inspección de sus
pertenencias en donde fueron despojados de más de ellas. Finalmente el día 19
de mayo se les embarcó en el barco “San Joaquín” rumbo a España.
Durante este último trayecto sufrieron un intento de ataque
pirata por lo que los tripulantes de la nave tuvieron que entregarles armas y
colocarlos en diversos puntos de la cubierta con el fin de que ante un eventual
ataque pudieran defenderse ya que de ser capturados su fin sería el mercado de
esclavos de África. Afortunadamente tras unas pocas horas los piratas los
dejaron en paz sin atreverse a atacarlos. Al revisar las armas, los sacerdotes
encontraron que de poco o nada hubieran servido ya que estaban totalmente
oxidadas e inservibles. Finalmente el día 8 de julio de 1768 atracó el barco en
el puerto de Cádiz.
Esta terrible peregrinación finalizó cuando los sacerdotes
jesuitas fueron distribuidos en diferentes Casas y Conventos, de acuerdo a su
nacionalidad. Lo que ocurrió con ellos durante su estancia en España es digno
de un nuevo relato así como el derrotero que siguieron muchos de ellos al
regresar, algunos, a sus lugares de origen, y otros a vivir eternamente exiliados
en lugares que no conocían, como fue el caso de los Jesuitas Americanos.
Los jesuitas cumplieron con su misión en la California de
forma sobresaliente. Se puede analizar su influjo y su obra desde diversas
ópticas pero lo cierto es que no merecían un fin tan triste y humillante como
el que les deparó la Corona Española. Justo es ahora que recordemos sus buenas
obras y aquilatemos en su justa dimensión aquel sueño largamente acariciado por
ellos en esta tierra a la cual regaron con sus lágrimas y su sangre.
Bibliografía:
Expulsados del infierno. El exilio de los misioneros jesuitas
de la península californiana (1767-1768) - Salvador Bernabéu Albert
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