Autor: Sealtiel Enciso Pérez
Leyendo los libros de los jesuitas Juan Jacobo Baegert, así como de Miguel del Barco, me llena de gozo el conocer de primera mano cómo era la vida tan sencilla y carente de complicaciones de los primeros Californios, y me refiero con ello, a los indígenas de las etnias Pericú, Guaycura y Cochimí. Sus principales preocupaciones eran simplemente el buscar agua y comida para subsistir. A esa tarea dedicaba sus afanes diariamente y es por ello que en sus libros, ambos jesuitas, narran los alimentos de estos seres así como sus costumbres para hacerse de ellos y prepararlos para comer, en los raros casos en que lo hacían.
Dentro de su alimentación, principalmente de los grupos Cochimíes y Guaycuras, estaba el consumo de uno de los frutos más apetitosos que ha dado esta tierra de Calafia para sus hijos: LAS PITAHAYAS. Era tanta su adicción por esta fruta que incluso le dieron nombres a las temporadas en que se cosechaban: AMADA-APPÍ. (Vocablo Cochimí), segunda estación del año, que comprendió parte del mes de agosto, el mes de septiembre y parte de octubre, periodo durante el cual se cosecha la pitahaya agridulce, tunas y otras semillas y, MEYIBÓ, nombre también Cochimí de la primera estación del año que comprendía parte del mes de junio hasta parte del mes de agosto. Fue considerada la estación más alegre y apreciable porque era la temporada de cosecha de la pitahaya, su alimento preferido. Era la estación en la que reverdecían las plantas por ser periodo de lluvias. También se le dio un nombre a esta fruta: AMBÍA O AMBIA. Palabras de lengua guaycuras de la región de San Luis Gonzaga Chiriyaqui. Según el sacerdote Clavijero el nombre Cochimí con que designó a la pitahaya dulce era TAMMI y; FAJUÁ a la pitahaya agridulce. También este fruto fue conocido con el nombre DAMMIÁ.
En la escasa mitología que tenían los grupos indígenas de la California del Sur, ellos mencionan que un demonio de nombre Guyiagui fue quien sembró las pitahayas para deleite de los hombres. Existen lugares en la geografía californiana prehispánica en los que la palabra Pitahaya forma parte de su toponimia, por ejemplo Tahuagabacahel (Aguaje de la pitahaya seca).
Para los recién llegados colonos a estas tierras, les resultó sumamente desconcertante la PITAHAYA o AMBIA. Si bien es cierto que en el centro de la Nueva España había una gran cantidad de tunas, las cuales conocían y habían probado, la consistencia de la pitahaya era muy diferente. El Jesuita Baegert la describe de la siguiente manera: Las pitahayas forman la otra especie de las frutas californianas. Estas tienen forma esférica, del tamaño de un huevo de gallina, y contienen, debajo de su cáscara verde, gruesa y correosa, cuya superficie está cubierta, como un puerco espín, con infinidad de pequeñas espinas muy puntiagudas y resistentes, una carne a veces color de sangre, a veces blanca como la nieve, y llena de semillitas negras, como granitos de pólvora. Esta fruta es dulce pero de un sabor no muy agradable, si no es que se le prepare con azúcar y jugo de limón. Se dan en la punta de las ramas de la mata que tiene un millón de espinas. De estas plantas hay abundancia en todo el país y sobre algunas de ellas se dan las frutas a centenares, creciendo, como en el cardan, sobre las costillas de las vigas. Empiezan a madurar a mediados de Junio y duran más de 8 semanas.
Para los jesuitas no pasó desapercibido que dentro de las pitahayas había variedades, la cual describen de la siguiente forma: La otra variedad de las pitahayas, es la agria que sólo se da en California, pues según siempre oí decir, no se encuentra en ninguna otra parte, si no es que se halla hacia el norte, fuera de la península, a donde ningún europeo ha llegado todavía. Esta variedad difiere de la dulce no sólo por el sabor y el color que siempre es rojo también por el tamaño que es incomparablemente mayor al de la dulce, y a menudo, con una sola me ha sobrado para el postre. He oído platicar también de una especie que pesa 2 libras y de otra amarilla que se da en la parte más septentrional de California.
El gusto por esta fruta era tal entre los indígenas que durante los meses que abarcaban de junio a octubre de todos los años, se desaparecían de las misiones para dedicarse a deambular por los cerros buscando pitahayas. Se alimentaban de ella hasta que sus barrigas estaban casi a punto de reventar e incluso menciona el sacerdote Baegert que cuando regresaban a la Misión casi no los reconocía por tener los rostros y el cuerpo hinchado de tanto comer pitahayas. Existe una narración por el padre Miguel del Barco en donde describe que un soldado español avecindado en la recién fundada población de Loreto se casó con una india Cochimí y la llevó a vivir con él al puerto. Pasado el tiempo y llegada la temporada de Meyibó la indígena se desaparece del pueblo y se va a vagar por los montes acompañando a su familia en busca de las preciadas pitahayas. Se cuenta que el soldado intentó hacer regresar por todos los medios, incluso la violencia, a su amada al hogar, pero ésta se resistía a abandonar la costumbre ancestral de la búsqueda y degustación de pitahayas.
En una tierra tan árida y en donde difícilmente se encontraba alimento, los grupos indígenas tuvieron que desarrollar ciertas costumbres alimentarias para aprovechar al máximo los pocos alimentos que tenían. En el caso de la Pitahaya el sacerdote Baegert nos dejó este interesante relato: he hecho saber que las pitahayas encierran una gran cantidad de pequeñas semillas, como granos de pólvora, que el estómago, sin que sepa yo el porqué, no puede digerir y que las evacua intactas. Para aprovechar estos granitos, ellos juntan, en la época de las pitahayas, todos los excrementos y recogen de ellos la mencionada semilla, tostándola y moliéndola para comérsela entre bromas; lo que llaman los españoles LA SEGUNDA COSECHA O LA DE REPASO. Ahora, si esto lo hacen por necesidad, por glotonería o por amor a las pitahayas, me abstengo de decidir; es muy posible creer que sean los tres motivos los que los conducen a tal asquerosidad. Se me hizo difícil dar crédito al informe que sobre esto me dieron, pero he tenido que verlo varias veces y sé que no pueden, desgraciadamente, desistirse de esta costumbre muy arraigada, como tampoco de otras parecidas.
En la actualidad aún es costumbre entre los habitantes de la California del Sur, ahora ya todos mestizos, el seguir consumiendo las pitahayas e incluso en algunas familias es una tradición el acudir al monte armados de la infaltable güichuta y de un balde para cosechar estos frutos que de forma tan bondadosa nos regala nuestra amada tierra. El comer pitahaya (dulce o agria) ya no es símbolo de estatus social o pertenencia a una etnia, como hace muchísimos años, es símbolo de amor por las raíces culturales de este hermoso pueblo sudcaliforniano y que esperemos siga transmitiéndose de generación en generación.
BIBLIOGRAFÍA
“Noticias de la península americana de California” Juan Jacobo Baegert
“Historia natural y crónica de la Antigua California” Miguel del Barco.
Historia de la Antigua o Baja California Francisco Xavier Clavigero
Vocablos Indígenas de Baja California Sur - Gilberto Ibarra Rivera
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