Autor: Sealtiel Enciso Pérez
Desde que en el siglo XVI iniciaron los viajes de los colonos europeos hacia el noroeste de la Nueva España, pudieron ser testigos de las civilizaciones que ahí se desarrollaban. Presenciaron ceremonias y costumbres que a sus ojos parecían primitivas y salvajes, pero que sin embargo eran manifestaciones de la forma desenfadada y práctica en que estos pueblos miraban la vida en esos lugares.
En el caso que hoy nos ocupa, narraremos la forma en la cual se describe la vestimenta que usaban los hombres y mujeres de las diferentes etnias que vivieron en la Antigua California. El relato principal sobre el que nos sustentamos es sobre las cartas que dejó escritas el Sacerdote Jesuita Juan Jacobo Baegert en su excepcional obra “Noticias De La Península Americana De California”, documento que finalizó de escribir en el año de 1771 y en el cual cuenta sus impresiones sobre la tierra de California así como los usos y costumbres de los indígenas con los que convivió por 17 largos años en la Misión de San Luis Gonzaga Chiriyaqui en el actual municipio de Comondú.
De entrada el sacerdote Juan Jacobo, se burla de aquellos “eruditos” que se atrevieron a escribir algunas obras, de las cuales tuvo conocimiento, y que trataban sobre las “Capitales y Sedes Arzobispales” que según ellos había en California. Categóricamente los desmentía y anteponía el conocimiento que adquirió por su estancia de casi 20 años en aquellas tierras y en donde jamás pudo apreciar ninguna de las “maravillas” que relataban en sus fantasiosos libros.
El Ignaciano menciona que los indígenas Californianos visten de una manera rústica y primitiva, definiendo la razón de ello “no por mera indolencia, (como ocurre con otros indios), sino por miseria y por falta de los materiales y de los medios para adquirirlos”. Esta afirmación era totalmente cierta ya que debido a la aridez de la mayor parte del suelo de California, las escasas lluvias y muy contadas fuentes permanentes y abundantes de agua, era imposible el sostener cultivos de plantas, como el algodón, y que pudieran utilizarse para el tejido de prendas de vestir.
Baeger describe que en casi toda la península Californiana, las mujeres visten de una pequeña faldilla que les cubre de la cintura hasta un poco más abajo de las rodillas e incluso algunas usan faldones largos que sólo dejan descubiertos los pies. Sin embargo aclara que ha visto grupos indígenas en las partes más septentrionales (norte) de la península en donde hombres y mujeres deambulaban completamente desnudos. Las mencionadas faldillas o faldones que portan las mujeres las elaboraban machacando pencas de agaves hasta lograr extraerles todo el líquido y que quedaran convertidas en hilos delgados. Sobre estos hilos ensartaban unos botones cortados de ciertas cañas silvestres (probablemente carrizos) a manera de sartas. Finalmente cada uno de estos pendientes los amarraba de un cinturón y los apretujaban firmemente para hacer una estructura espesa. Solamente dejaban al descubierto los costados de sus piernas. El torso lo llevaban descubierto. En ocasiones las mujeres se colocaban un pedazo de cuero de venado en la parte trasera del faldón, para economizar trabajo. Este aditamento lo hacían de tela de lana o lino.
En sus pies portan un pedazo de cuero amarrado con mecates que sujetan del talón, el dedo gordo y el meñique, y les sirve de calzado. Los hombres deambulan totalmente desnudos. Ni hombres ni mujeres utilizan sombreros, y a pesar de que algunos de estos indígenas saben elaborar sombreros de palma, arte que les enseñaron los sacerdotes misioneros, no acostumbran usarlos y preferían cambiarlos por alimento u otros objetos. En ciertas ceremonias, los hombres se pintan el cuerpo de rojo o amarillo. Estos pigmentos los obtenían quemando ciertas rocas. Las mujeres pericúes y guaycuras acostumbraban usar una redecilla en la cabeza y en la cual sujetaban algunas perlas acanaladas así como plumas y conchas. También algunos hombres mezclaban en sus cabellos plumas de aves.
El sacerdote Juan Jacobo Baegert comenta que en la mayoría de las Misiones se tenía la acostumbre que una vez que los indígenas eran bautizados, se les dotaba de diversas prendas de vestir y se les pedía que las utilizaran de forma permanente con el propósito de inculcarles las buenas costumbres y el sentimiento de “pudor”. En el siguiente párrafo se describe este proceso de forma detallada: “Después de haber recibido el bautismo, ambos sexos anduvieron ya un poco más decentes, porque cada misionero daba, una o dos veces al año, a cada uno del sexo masculino, un pedazo de paño azul, de seis palmos de largo por 2 de ancho, para cubrir el bajo vientre; además, les daba a todos, si sus recursos le alcanzaban, unas enaguas cortas de lana azul; pero a las mujeres y muchachas, les daba un velo blanco y grueso, toscamente tejido de lana que les cubría la cabeza y todo el cuerpo hasta las plantas de los pies. En otras misiones se les daba también a las mujeres faldas y jubones de franela azul o camisas de género de punto de algodón, y a los hombres pantalones de paño corriente y levitas largas, estilo polaco”.
Algo que resulta sumamente curioso y que lo menciona el Ignaciano de forma jocosa en su escrito es que “tan pronto como salían de la iglesia, las mujeres se quitaban sus velos y los hombres sus largas levitas por serles muy molestos y pesados en sus correrías, sobre todo en el verano”. También aclara que la tela que distribuían procedía de la Ciudad de México ya que era imposible el sostener rebaños de ovejas que produjeran lana suficiente para confeccionar estas materias además de que “la mitad de la lana queda enganchada en las espinas que rozan al pasar las mismas ovejas”.
El relato que hace el sacerdote Baegert lo finaliza haciendo un sentido reconocimiento a la humildad y sencillez de los Californios los cuales visten sus sencillos ropajes sin el menor sentimiento de vergüenza o humillación. Cosa que él no ha observado entre los europeos con los que convivió.
Hermoso y revelador resulta conocer las costumbres de nuestros antiguos Californios. Conforme vamos descubriendo estos retazos de historia los comprendemos aún más y valoramos su coraje y perseverancia al vivir en una tierra tan dura y hostil pero que hasta hoy conserva una belleza que deslumbra. Terminaré este reportaje haciendo propias estas palabras que aparecen en La Biblia y que recitó J.J. Baegert incluyéndolas en su libro: “Tú, hombre, puedes pavonearte y vestirte como quieras, pero ¡sabe! que la tumba te espera, que la podredumbre será tu lecho y que bien pronto, los gusanos serán tus prendas”. Isaías, c. 14. V. 11.
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