LOS ANTIGUOS CALIFORNIOS NO CONSTRUÍAN CASAS. SU VIDA LA REALIZABAN A LA INTEMPERIE.







Autor: Sealtiel Enciso Pérez.

Algo que siempre intrigó a los primeros antropólogos que llegaron a nuestra antigua California, los misioneros jesuitas, fue la carencia total de construcciones por parte de los indígenas. Algunos de ellos lanzaron diversas hipótesis sobre la causa de ello y hasta la fecha siguen vigentes en las investigaciones históricas de estos grupos primigenios.

Juan Jacobo Baegert, uno de los pocos sacerdotes ignacianos, que vivió en la California original por casi 17 años y que convivió muy de cerca con los grupos indígenas cochimíes nos relata de forma muy amena y sobre todo objetiva, cómo es que vivían estas personas y cuál era la razón de ello. Sus cavilaciones y conclusiones las dejó plasmadas para la posteridad en un libro que escribió años después de que fue expulsado junto con sus demás hermanos de cofradía de los territorios españoles. Este libro lo llamó: “Noticias de la península americana de California”.

Baegert afirma que los indígenas cochimíes (que son con los que convivió en la misión de San Luis Gonzaga, en donde permaneció por 17 largos años), gustan de realizar sus actividades cotidianas como comer, cazar e incluso dormir “a cielo abierto”, sin que haya nada entre sus cuerpos y el universo circundante. Solamente en las temporadas de invierno, los indígenas construyen unos pequeños muros o mamparas con ramas secas para que los proteja de las rachas de viento, y solamente las colocan en el lado de donde sopla el viento. Sobre sus cabezas y a su alrededor no construyen nada más. En ocasiones cavan oquedades en el suelo o en pequeños promontorios de tierra y se acurrucan en ellas para conservar el calor y protegerse del viento pero eso es todo.

Baegert atribuía esta precaria y primitiva situación a que los indígenas tenían que trasladarse constantemente por territorios muy grandes en busca de agua y alimento, esto es, eran nómadas. Decía Juan Jacobo, que “No me equivoco grandemente, cuando aseguro que la mayoría de estos hombres cambia el lugar de su campamento nocturno más de cien veces al año y que no duermen ni 3 veces consecutivas exactamente en el mismo sitio, ni sobre el mismo terreno, con excepción de que pernocten en la misión”. Los indígenas dedicaban su día, desde que se levantaban en la mañana a procurarse algún tipo de alimento. Para ello recorrían grandes distancias, incluso lo hacían de forma separada el padre, la madre y los hijos y, aquello que encontraban era inmediatamente devorado sin pensar que sus familiares tuvieran alguna necesidad o hambre por no haber encontrado sustento ese día. Era tanta la distancia que recorrían los indígenas en sus travesías que Baegert asegura “Sólo Dios, que cuenta todos nuestros pasos, aún antes de haber nacido, sabrá cuántos miles de leguas recorrió un californio al llegar a la edad de 80 años o a la hora de encontrarse con su tumba, de la que, durante toda su vida, por cierto, nunca ha estado distante más que el largo de un dedo”.


En diversas partes de su libro, Baeger, refuta las fantasiosas creencias que empezaban a circular en Europa sobre la incógnita tierra de California. Comenta que es una gran mentira el afirmar que los indígenas descansan a la sombra de los árboles, puesto que de acuerdo a sus observaciones, en toda la California jamás pudo encontrar árboles. Lo que sí abundaban eran matorrales y un sin fin de plantas cactáceas de espinas tan grandes y peligrosas que ningún indígena atinaba a colocarse cerca de ellas. También catalogaba de embustes el afirmar que los indígenas construían refugios o guaridas bajo la tierra, ya que durante el tiempo que él vivió entre estos grupos, jamás supo ni vio este tipo de costumbres o gente que construyera ese tipo de sitios para habitarlos.

Las observaciones que este sacerdote jesuita realizó le hicieron afirmar que de manera incidental y sólo por cortas temporadas, logró ver a indígenas que vivían en huecos o accidentes en las rocas ya sea de un cerro o en el suelo. Pero sólo llegan a esta acción extrema en caso de que se azote sobre ellos una lluvia torrencial o un mal tiempo de mucho frío y viento. Sin embargo también precisa que este tipo de accidentes geográficos son pocos y no existen en todas partes de la península Californiana.


Baegert pudo observar que en ocasiones, sobre todo cuando los indígenas tenían un familiar enfermo, y que su cuidado les presentara el hecho de quedarse por un tiempo cuidándolo sin moverlo de ese sitio, es que construían unas pequeñas habitaciones. Las hacían de ramas que cortaban de los matorrales de los alrededores y en ocasiones construían pequeños muros de piedras. Sobre ellas colocaban más ramas para tapar de los rayos del sol y de las inclemencias del tiempo, al enfermo y cuidadores. Este tipo de  habitaciones eran de muy reducidas dimensiones, de tal forma que según relata Juan Jacobo “la entrada de ese refugio o jacalito resulta por lo regular tan baja, que hay que meterse a gatas; y, además, toda la construcción es tan pequeña, que no puede uno ni pararse, ni acomodarse en el suelo para confesar al enfermo o confortarlo”. Este tipo de refugios estaban desprovisto de cualquier mueble o comodidad.
El ignaciano aseguraba que la razón de la poca importancia que daban los cochimíes a la construcción y embellecimiento de estos espacios, era porque “los californios no saben nada de estar parados juntos o de llevar una conversación estando de pie, y aun mucho menos, de pasearse dentro o fuera de una habitación” por lo que la función de estas modestas y primitivas construcciones era temporal y sólo mientras el enfermo se recuperaba o moría. Llegaba a tanto el arraigo de estas costumbres que cuando él veía los sufrimientos de los indígenas viejos que llegaban a su misión, procedía a colocarlos en pequeñas habitaciones que él construía para esos casos a efecto de que pasaran la fría noche a cubierto, sin embargo con asombro observaba al día siguiente que más de la mitad de estos huéspedes se salían de la habitación y pasaban la noche durmiendo en la tierra y bajo la bóveda celeste.


Finalmente Baegert es vehemente al contestar a aquellos europeos que le preguntan sobre las casas, palacios e incluso ciudades que en las leyendas de Quivira y Cíbola se pensaba que se encontraron en la península Californiana, que las únicas construcciones que ha visto en toda esta tierra son las que ellos, los colonos han construido.

El leer los textos que nos han legado aquellas personas que de primera mano conocieron y vivieron entre nuestros primeros padres, Los Californios, nos hace tener una idea real y cercana a la verdad histórica. La California del Sur encierra muchos relatos asombrosos y que al conocerlos hacen que nuestro amor por esta tierra crezca aún más.

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